Por Carlos Cruz Capote
Erase una vez un niño tan flaco y chiquito que todos en el barrio evitaban jugar con él para no dañarlo. Pero tenía grandes ilusiones, porque su abuelo le dijo que cerrando los ojos y parándose en puntillas podía tocar el cielo con las manos, como los gigantes de los cuentos. Eso sí, debía apretar bien los párpados y abrir su corazón.
“El gran sueño era ser pelotero, por eso mi abuelo habló con Arsenio Pérez para que me llevara al área de béisbol del Estadio “Eladio González”, en San Antonio de Cabezas. Cuando el entrenador Enrique Segura me vio, hizo una mueca, me alzó por un brazo como un muñeco de trapo y dijo que me aceptaba, pero como cargabates. La alegría fue inmensa. Imagínate con lo flaco y desencabado que estaba a los diez años de edad, entrar al equipo era como ganar un premio. Comencé la preparación de la misma manera que el resto de mis compañeritos, sin embargo nunca me daban un chance. Entonces me planté en tres y dos y dije que si no jugaba regular no iría más. A partir de ese momento me pusieron en el center field hasta que un día vinieron haciendo la captación para la EIDE “Turcios Lima” y me seleccionaron como pitcher. Dijeron que tenía buen brazo y que esa era mi posición”.
Fue el primer gran reto para Hugo Cruz Hernández, un guajirito que nunca había salido de su pueblo y que montar a caballo, jugar a los escondidos y bañarse en el río constituía todo su universo conocido.
Cuando llegó a la Escuela de Iniciación Deportiva, enclavada entonces en Varadero, se desmoronó todo su mundo interior y la nostalgia del niño se impuso sobre sus deseos de ser pelotero.
“Aguanté como un mulo unos siete u ocho meses, pero no pude más y regresé para mí casa. Era bruto en la escuela. Repetí grados y cuando llegué a secundaria mi papá me dijo que lo mejor que hacía era ayudarlo en la zafra. Cambié mucho física y mentalmente, porque el trabajo en el campo me fortaleció para mi carrera como pelotero.”
Hugo debutó con el equipo Henequeneros a los 17 años, demostrando cualidades como velocidad y aplomo, y sus primeros resultados le valieron para que fuera llamado a la preselección nacional con vistas a los Juegos Panamericanos de San Juan, Puerto Rico en 1979.
“Yo cumplía cualquier rol, lo mismo abría que cerraba un juego y lo hacía cada cuatro días porque no había una regla que te limitara. Eso sí, tiraba duro. La pelota me caminaba sobre los 150 kilómetros por hora. Dependía de cómo me sintiera. Un día salí como relevista frente a Villa Clara y le propiné escón de ponches con las bases llenas, y cuando se terminó el partido el narrador Héctor Rodríguez bajó al terreno para preguntarme a qué velocidad estaba lanzando porque lo había impresionado. Era una época de oro para la pelota cubana. Tenías que hilar bien fino cuando te parabas en el box, porque sobraban los grandes bateadores. Nosotros salíamos al terreno con un amor al traje y unos deseos siempre de ganar, porque el público que nos iba a ver esperaba eso, entrega, sacrificio, amor."
Lanzó 175 juegos en nueve Series Nacionales como integrante de Henequeneros y Citricultores, con 46 victorias y 33 fracasos y un buen promedio de carreras limpias de 3.05 en la era del bate de aluminio. Tuvo una vida deportiva corta, teniendo todas las condiciones para encumbrarse en el oficio más complejo y difícil del béisbol.
“Me fui rápido, con sólo 27 años, una edad en la que los pitchers comienzan a despuntar. Sentía molestias en el brazo y, además, surgieron desavenencias con la dirección del equipo. Estaba inconforme y pedí la liberación de la provincia. Entonces “Ñico Jiménez”, que era chequeador en la provincia de La Habana habló conmigo y me incorporó en el equipo de Nueva Paz con vistas a la Serie Nacional. Después de ganar cinco o seis juegos me puse a pensar que en algún momento tendría que enfrentarme a los míos, a mis antiguos compañeros, y decidí no jugar más. Fue muy duro, pero no di marcha atrás. En estos momentos soy entrenador en el Combinado Deportivo de San Antonio de Cabezas”.
Este hombre-niño, que lleva en su rostro las huellas del rigor de la vida, contó con la guía segura de su abuelo Secundino Cruz, motivo e inspiración para superar los más grandes retos.
“Era quien me cuidaba, me aconsejaba y velaba cada paso que yo daba. Mi abuelo era como algo sagrado. No pude tocar el cielo como él quería, pero al menos lo intenté. A veces me voy solo al patio, cierro los ojos, me paro en puntillas y extiendo la mano para tocarlo a él”.
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